12 DE ABRIL


Un estremecimiento de aguas represadas recorrió con lentitud mi cuerpo, cuando el Prefecto me hizo señas desde la puerta entornada del aula. "Vaya a la Rectoría" dijo; "lo llaman con urgencia de su casa". La autorización del Hermano para ausentarme de clases no hizo sino acrecentar mis aprensiones, y la sensación de una tormenta en lontananza otorgó tal lentitud a mis pasos, que la situación tantas veces anunciada parecía suspenderse sólo por efecto de la voluntad y los deseos.

La mañana empezó con la tensión de las trescientas dos sucedidas desde aquel Junio, cuando él se llevó la mano al pecho, se detuvo en el descanso de las escaleras, y mirando hacia donde estaba me dijo: "Otra vez, a los cuatro años ha vuelto a repetirse". Aquella ocasión, en ese apartamento que aún esboza su pequeñez en el cerebro, lo ví llegar después del mediodía, sentarse en un sillón sin responder el saludo, y con la mirada perdida entre el matorral de sus tensiones decirme que en una semana ante su partida sin retorno, yo debería continuar unos derroteros y recomendaciones que me elevaban a un sitial inesperado, al insinuarse el manejo de un corcel de trote inquieto que escudriñaba mi desafío de principiante, hasta pasar una prueba en la que la derrota nunca se contemplaría.

Repetida la zozobra podrían pasar cuatro años más, o diez o treinta que más quería, antes que la muerte cercenara el afecto nacido con la sangre, y más que con ella con su compañía; con los caminos que testificaron nuestros pasos juntos; con los salones y calles en las que aferrado a mi nuca dejó traslucir sus temores de adulto; con la ilusión de asociarnos cuando terminara mis estudios, para enfrentar con alegría las dificultades deparadas por las aspiraciones.

Sin embargo esa llamada ponía fin a la tribulación de levantarlo, cambiarle su posición de enfermo en procura de la comodidad, hablarle para pintar un mundo que la realidad iba acabando, llevar los alimentos a su boca para contemplar que cada día era menos su apetito, que su cuerpo macilento sólo era un globo inflado por la muerte a la que se dirigía, y que detrás de su pesadez de mármol sólo quedaba la fragilidad de un esqueleto que a duras penas podía incorporarse.



Cuando a intervalos salíamos todos al colegio, mamá y el más pequeño quedaban para su cuidado, inmersos en la casa de largos corredores poblados de las flores que a través del tiempo ella había conseguido. Su va y viene remolcaba entonces el hogar con los eslabones de la tradición aprendida por generaciones, mientras él, vencido en esa cama de su vida y de su muerte, los ojos cerrados, los labios resecos, los miembros y el abdomen hinchados porque sus líquidos buscaban acomodo en los ciclos de la inercia, se aferraba a la manita de Alejandro evocando su convicción de padre, para que al instante ya no sintiera al niño que en sus tres años acusaba la angustia transmitida, y era oportuno ubicarlo junto a unos juguetes que cada vez fueron menos importantes, porque la madurez nos empujó a todos a ese mundo de arrabal que instantes más allá nos aguardaba.


No sé cuánto demoré hasta la esquina donde a la salida del colegio él me esperaba siempre, para colocar su mano sobre mi hombro y llevarme ante mamá pidiendo por mí un bocado que de nuevo jalonara el mundo. Debió ser media hora, tal vez más, movido por el paso de las tribulaciones. Si fuera una falsa alarma como había sucedido en ocasiones, cuando todos enmudecíamos ante su inmovilidad rebuscando el pulso que con tenue silabeo disponía el enfrentamiento de un cadáver. Pese a ello abría otra vez los ojos, pedía agua, dormía profundo y despertaba telefoneando al médico y diciendo que el trabajo lo esperaba. Volvía el estupor y la alegría, renacía como un tallo la esperanza, la mente desarrollaba fuerzas para impulsar su vida, una cadena humana cercaba su convalecencia para infundirle ánimo, hasta que el médico, como un fiscal maligno, desataba el desespero al dictaminar que se trataban de altibajos de la enfermedad para fortalecerse, y ahora o más tarde retomar la decisión infranqueable de su rapto. Pero era demasiado el desconcierto: ahora la casa agitada como un pulpo se llenaba de gente que corría pretendiendo retener su vida, sin atinar a qué tarea dedicarse y ni siquiera adónde dirigirse.

Transponiendo los portones de la casa llegué frente a las gradas y empecé el ascenso. Recordé aquellas rondas por los consultorios cuando lo acomodaba sobre mis espaldas para trepar un piso, ante la prescripción de que no hiciera ejercicio, ni condujera el vehículo, ni siquiera caminara por las habitaciones, porque la enfermedad lo ordenó con el jadeo de sádico al que lo sometía. Entonces reíamos para no llorar con la inminencia de su postración definitiva, él que nunca se detuvo en el desempeño de sus ejecutorias, convertido en estímulo frente a la apatía y los lamentos dirigidos a la luna, conque las lágrimas de ciego acometían las acciones, a la espera del maná que unos pocos desataban tras los vientos en fuga de su cerebro encendido. Pero ahora junto al lecho admitía que esta realidad nos derrotaba, y que una encrucijada derretía los sueños entre los enredijos de un túnel sin aurora, que sacudía la plenitud de los cimientos tras la erupción para entonces desbordada.

Bastó mirarlo. Recorrer su abandono entre las sábanas y observar los plisados de su rictus. Un color amarillento como nunca antes había visto se concentraba en sus mejillas, y el cierre apretado de los párpados junto a la inmovilidad de su mandíbula desencajada ya para que entrara el aire, hicieron comprender que esto no tenía parecido. Hasta ahora habían vibrado los fragores de la vida. Mis dedos vueltos puño para destrozar la tumba, señalaban la victoria acostumbrándome a tenerlo, a mirarlo en esa cama o de tarde en tarde en una mecedora, ausente y apagado pero nuestro; a saber que estaba allí soportando la tormenta para luego reír, cantar, recorrer los campos de los paseos dominicales, y culminar la ruta de nuestro entendimiento. Resultaba eficaz aquel intento. Había constituido el fuego de eucaliptos para purificar el aire, que ahuyentaba presagios funestos pensando que todo pronto pasaría.

Pero esta vez mis dedos no se apretaron en el ruego, ni mi mente pretendió entenderse con la suya para alejar los llamamientos de la intrusa. Asentí con la cabeza apretando los labios. Aún era débil ese ronquido de tambor por el que huía su vida, y el hecho de que no me hablara, ni reconociera mi voz cuando intenté llamarlo, ni buscara mis ojos para responder la súplica, hicieron suspender cualquier esfuerzo y alejarme de la estancia para admitir que se marchaba, que las promesas y las obligaciones desplegarían su vuelo para enfrentar un destino que no sé quién había dictaminado.

Por aquellas carcajadas del sarcasmo que atornillaron al tiempo la necesaria traída del vehículo desde aquel parqueadero adonde acudí para llevarlo, a la postre no estuve en su presencia; de manera que debí imaginar el esfuerzo de titán cuando volvió su rostro al llamado de mi madre, su incomprensión al agua medicinal que ella le ofrecía, la profunda tristeza repintada en los ojos al anunciar los peldaños de su marcha, y enseguida, la bocanada de sangre con que llegó la ausencia, quedando instalada en la desesperación de ella, la última a quien vio y logró oír antes de doblegar su ánimo; la que venció su invalidez de hierro buscando una respuesta, hasta lograr que sus goznes enmohecidos giraran hacia su voz cargando en el esfuerzo toneladas de aire; la que retuvo para siempre su mirada sin colores, porque su cuerpo ya no respondía y su espíritu marchaba a encontrarse con la toga que decretaba la sobriedad de aquel misterio.

Mamá había acudido esa mañana a observarlo. La sorprendió el silencio y se asombró con su inmovilidad. Un grito estalló en su boca al contemplar la palidez, y la urgencia del teléfono para pedir ayuda obró con la velocidad del desespero. Entonces escuchó un gemido; pero era demasiado el abandono que develó lo escalofriante del momento. Comprobó su ineficacia de reflejos, observó con impotencia que una inflamación avanzaba desde sus pies gastados y con lentitud se introducía por su vientre, escuchó como en un sueño la insinuación del médico de inyectar no sé qué droga para retenerlo en este mundo por tres o cuatro horas más de lo debido, y flotó con la llegada de los primeros familiares empecinados en su comedia insana de cubrir las ventanas y clausurar las puertas.

Como a las diez de la mañana él dio el nombre de un amigo suyo a quien nunca en adelante descubrimos: debía comunicársele su muerte a las tres de la tarde. Previó que no se aplicaría la inyección para suspenderlo en la agonía aquellas horas, y estableció un pacto con todos los relojes para que entonces se paralizaran. Un gran silencio sucedió en ese momento. El telón del escenario se cerraba, pero lejos estábamos de comprender que la separación apenas tenía inicio, y que los años con su martillo lento se encargarían de cincelar las consecuencias. Eramos apenas niños, y ya el drama acercaba sus colmillos para destrozarnos o impulsarnos a la vida, la que escogí al augurar a mi familia la ruta por donde vendrían los empeños.

Enseguida hablamos de su estampa de holocausto. Buscamos construir un lazo que nos uniera siempre, y soñamos diariamente con una meta en la que alcanzaríamos la armonía. Sólo el tiempo señaló que el entusiasmo no es suficiente para enfrentar la vida. Que hacen falta los resortes de la plataforma y esa luz trascendental que determina las estaciones del destino. La senda no resulta continua entre el tiempo y los triunfos: semeja una muralla por la que se trepa hasta descansar algún día en sus alturas. Mas él había sembrado un vigor que doblegaba, y un hálito que no tenía retroceso para enfrentar incluso los abismos, manteniendo la fuerza de un velero al que acompaña la validez de la sonrisa.


Cuando llegué a su lado diez minutos después del desenlace, encontré su rostro frío, delgadísimo, con una serenidad inigualable, ausente cualquier huella del antiguo sufrimiento. Parecía imposible que así fuera. La placidez de su semblante, mi rechazo y la incredulidad sólo daban para pensar en un descanso. Pasé un espejo por su boca para buscar su aliento, y resignado enterré para siempre las posibilidades. Indagué si ese imposible era la muerte y alguien preguntó más bien qué era la vida. Salí al corredor y encontré al tío con el que fuimos por la funeraria. No lloraba. Apenas una bruma me invadía resuelto a continuar por entre el tiempo. Busqué vaciar mis lágrimas de niño y encontré las huellas del silencio. Entonces, una llanura fría y desolada se abrió con la incertidumbre de un espasmo, y avanzamos por ella recelosos buscando el regazo que acogiera los esfuerzos…


                                          Pasto, Diciembre 26/85 – Abril 12-14/2017

 AMIGO

12 DE ABRIL

Un estremecimiento de aguas represadas recorrió con lentitud mi cuerpo, cuando el Prefecto me hizo señas desde la puerta entornada del ...