Un estremecimiento de aguas represadas recorrió con lentitud mi cuerpo, cuando el Prefecto me hizo señas desde la puerta entornada del aula.
"Vaya a la Rectoría" dijo; "lo llaman con urgencia de su
casa". La autorización del Hermano para ausentarme de clases no hizo sino
acrecentar mis aprensiones, y la sensación de una tormenta en lontananza otorgó
tal lentitud a mis pasos, que la situación tantas veces anunciada parecía
suspenderse sólo por efecto de la voluntad y los deseos.
La mañana empezó con la tensión de las trescientas dos sucedidas desde
aquel Junio, cuando él se llevó la mano al pecho, se detuvo en el descanso de
las escaleras, y mirando hacia donde estaba me dijo: "Otra vez, a los
cuatro años ha vuelto a repetirse". Aquella ocasión, en ese apartamento
que aún esboza su pequeñez en el cerebro, lo ví llegar después del mediodía, sentarse en un sillón sin
responder el saludo, y con la mirada perdida entre el matorral de sus tensiones
decirme que en una semana ante su partida sin retorno, yo debería continuar
unos derroteros y recomendaciones que me elevaban a un sitial inesperado, al
insinuarse el manejo de un corcel de trote inquieto que escudriñaba mi desafío de
principiante, hasta pasar una prueba en la que la derrota nunca
se contemplaría.
Repetida la zozobra podrían pasar cuatro años más, o diez o treinta que
más quería, antes que la muerte cercenara el afecto nacido con la sangre, y más
que con ella con su compañía; con los caminos que testificaron nuestros pasos
juntos; con los salones y calles en las que aferrado a mi nuca dejó traslucir
sus temores de adulto; con la ilusión de asociarnos cuando terminara mis
estudios, para enfrentar con alegría las dificultades deparadas por las
aspiraciones.
Sin embargo esa llamada ponía fin a la tribulación de levantarlo,
cambiarle su posición de enfermo en procura de la comodidad, hablarle para
pintar un mundo que la realidad iba acabando, llevar los alimentos a su boca
para contemplar que cada día era menos su apetito, que su cuerpo macilento sólo
era un globo inflado por la muerte a la que se dirigía, y que detrás de su
pesadez de mármol sólo quedaba la fragilidad de un esqueleto que a duras penas
podía incorporarse.
Cuando a intervalos salíamos todos al colegio, mamá y el más pequeño
quedaban para su cuidado, inmersos en la casa de largos corredores poblados de
las flores que a través del tiempo ella había conseguido. Su va y viene remolcaba
entonces el hogar con los eslabones de la tradición aprendida por generaciones,
mientras él, vencido en esa cama de su vida y de su muerte, los ojos cerrados,
los labios resecos, los miembros y el abdomen hinchados porque sus líquidos buscaban
acomodo en los ciclos de la inercia, se aferraba a la manita de Alejandro
evocando su convicción de padre, para que al instante ya no sintiera al niño que
en sus tres años acusaba la angustia transmitida, y era oportuno ubicarlo junto
a unos juguetes que cada vez fueron menos importantes, porque la madurez nos
empujó a todos a ese mundo de arrabal que instantes más allá nos aguardaba.
No sé cuánto demoré hasta la esquina donde a la salida del colegio él me
esperaba siempre, para colocar su mano sobre mi hombro y llevarme ante mamá pidiendo
por mí un bocado que de nuevo jalonara el mundo. Debió ser media hora, tal vez
más, movido por el paso de las tribulaciones. Si fuera una falsa alarma como
había sucedido en ocasiones, cuando todos enmudecíamos ante su inmovilidad
rebuscando el pulso que con tenue silabeo disponía el enfrentamiento de un
cadáver. Pese a ello abría otra vez los ojos, pedía agua, dormía profundo y
despertaba telefoneando al médico y diciendo que el trabajo lo esperaba. Volvía
el estupor y la alegría, renacía como un tallo la esperanza, la mente
desarrollaba fuerzas para impulsar su vida, una cadena humana cercaba su
convalecencia para infundirle ánimo, hasta que el médico, como un fiscal
maligno, desataba el desespero al dictaminar que se trataban de altibajos de la
enfermedad para fortalecerse, y ahora o más tarde retomar la decisión
infranqueable de su rapto. Pero era demasiado el desconcierto: ahora la casa
agitada como un pulpo se llenaba de gente que corría pretendiendo retener su
vida, sin atinar a qué tarea dedicarse y ni siquiera adónde dirigirse.
Transponiendo los portones de la casa llegué frente a las gradas y
empecé el ascenso. Recordé aquellas rondas por los consultorios cuando lo
acomodaba sobre mis espaldas para trepar un piso, ante la prescripción de que
no hiciera ejercicio, ni condujera el vehículo, ni siquiera caminara por las
habitaciones, porque la enfermedad lo ordenó con el jadeo de sádico al que lo sometía.
Entonces reíamos para no llorar con la inminencia de su postración definitiva,
él que nunca se detuvo en el desempeño de sus ejecutorias, convertido en
estímulo frente a la apatía y los lamentos dirigidos a la luna, conque las
lágrimas de ciego acometían las acciones, a la espera del maná que unos pocos desataban tras los vientos en fuga de su cerebro encendido.
Pero ahora junto al lecho admitía que esta realidad nos derrotaba, y que una encrucijada
derretía los sueños entre los enredijos de un túnel sin aurora, que sacudía la
plenitud de los cimientos tras la erupción para entonces desbordada.
Bastó mirarlo. Recorrer su abandono entre las sábanas y observar los plisados
de su rictus. Un color amarillento como nunca antes había visto se concentraba
en sus mejillas, y el cierre apretado de los párpados junto a la inmovilidad de
su mandíbula desencajada ya para que entrara el aire, hicieron comprender que
esto no tenía parecido. Hasta ahora habían vibrado los fragores de la vida. Mis dedos
vueltos puño para destrozar la tumba, señalaban la victoria acostumbrándome a
tenerlo, a mirarlo en esa cama o de tarde en tarde en una mecedora, ausente y
apagado pero nuestro; a saber que estaba allí soportando la tormenta para luego
reír, cantar, recorrer los campos de los paseos dominicales, y culminar la ruta
de nuestro entendimiento. Resultaba eficaz aquel intento. Había constituido el
fuego de eucaliptos para purificar el aire, que ahuyentaba presagios funestos
pensando que todo pronto pasaría.
Pero esta vez mis dedos no se apretaron en el ruego, ni mi mente
pretendió entenderse con la suya para alejar los llamamientos de la intrusa.
Asentí con la cabeza apretando los labios. Aún era débil ese ronquido de tambor
por el que huía su vida, y el hecho de que no me hablara, ni reconociera mi voz
cuando intenté llamarlo, ni buscara mis ojos para responder la súplica,
hicieron suspender cualquier esfuerzo y alejarme de la estancia para admitir
que se marchaba, que las promesas y las obligaciones desplegarían su vuelo para
enfrentar un destino que no sé quién había dictaminado.
Por aquellas carcajadas del sarcasmo que atornillaron al tiempo la necesaria
traída del vehículo desde aquel parqueadero adonde acudí para llevarlo, a la
postre no estuve en su presencia; de manera que debí imaginar el esfuerzo de
titán cuando volvió su rostro al llamado de mi madre, su incomprensión al agua
medicinal que ella le ofrecía, la profunda tristeza repintada en los ojos al
anunciar los peldaños de su marcha, y enseguida, la bocanada de sangre con que
llegó la ausencia, quedando instalada en la desesperación de ella, la última a
quien vio y logró oír antes de doblegar su ánimo; la que venció su invalidez de
hierro buscando una respuesta, hasta lograr que sus goznes enmohecidos giraran hacia
su voz cargando en el esfuerzo toneladas de aire; la que retuvo para siempre su
mirada sin colores, porque su cuerpo ya no respondía y su espíritu marchaba a encontrarse
con la toga que decretaba la sobriedad de aquel misterio.
Mamá había acudido esa mañana a observarlo. La sorprendió el silencio y
se asombró con su inmovilidad. Un grito estalló en su boca al contemplar la
palidez, y la urgencia del teléfono para pedir ayuda obró con la velocidad del
desespero. Entonces escuchó un gemido; pero era demasiado el abandono que develó
lo escalofriante del momento. Comprobó su ineficacia de reflejos, observó con impotencia
que una inflamación avanzaba desde sus pies gastados y con lentitud se
introducía por su vientre, escuchó como en un sueño la insinuación del médico
de inyectar no sé qué droga para retenerlo en este mundo por tres o cuatro
horas más de lo debido, y flotó con la llegada de los primeros familiares
empecinados en su comedia insana de cubrir las ventanas y clausurar las puertas.
Como a las diez de la mañana él dio el nombre de un amigo suyo a quien
nunca en adelante descubrimos: debía comunicársele su muerte a las tres de la
tarde. Previó que no se aplicaría la inyección para suspenderlo en la agonía aquellas
horas, y estableció un pacto con todos los relojes para que entonces se paralizaran.
Un gran silencio sucedió en ese momento. El telón del escenario se cerraba,
pero lejos estábamos de comprender que la separación apenas tenía inicio, y que
los años con su martillo lento se encargarían de cincelar las consecuencias.
Eramos apenas niños, y ya el drama acercaba sus colmillos para destrozarnos o
impulsarnos a la vida, la que escogí al augurar a mi familia la ruta por donde
vendrían los empeños.
Enseguida hablamos de su estampa de holocausto. Buscamos construir un
lazo que nos uniera siempre, y soñamos diariamente con una meta en la que
alcanzaríamos la armonía. Sólo el tiempo señaló que el entusiasmo no es
suficiente para enfrentar la vida. Que hacen falta los resortes de la
plataforma y esa luz trascendental que determina las estaciones del destino. La
senda no resulta continua entre el tiempo y los triunfos: semeja una muralla
por la que se trepa hasta descansar algún día en sus alturas. Mas él había
sembrado un vigor que doblegaba, y un hálito que no tenía retroceso para
enfrentar incluso los abismos, manteniendo la fuerza de un velero al que
acompaña la validez de la sonrisa.
Cuando llegué a su lado diez minutos después del desenlace, encontré su
rostro frío, delgadísimo, con una serenidad inigualable, ausente cualquier
huella del antiguo sufrimiento. Parecía imposible que así fuera. La placidez de
su semblante, mi rechazo y la incredulidad sólo daban para pensar en un
descanso. Pasé un espejo por su boca para buscar su aliento, y resignado
enterré para siempre las posibilidades. Indagué si ese imposible era la muerte
y alguien preguntó más bien qué era la vida. Salí al corredor y encontré al tío
con el que fuimos por la funeraria. No lloraba. Apenas una bruma me invadía
resuelto a continuar por entre el tiempo. Busqué vaciar mis lágrimas de niño y
encontré las huellas del silencio. Entonces, una llanura fría y desolada se
abrió con la incertidumbre de un espasmo, y avanzamos por ella recelosos buscando
el regazo que acogiera los esfuerzos…
Pasto, Diciembre 26/85 – Abril 12-14/2017